Esa posibilidad no la teníamos a nuestro alcance
en los tiempos en que compartíamos pupitre, a no mediar un motivo muy apremiante y previa autorización de la profesora (entonces llamada “la señorita”),
y si aquellos urgentes, momentáneos y reparadores abandonos del aula
constituían una embrionaria evasión de la rutina –junto a la hora del recreo y
la de la comida-, mediante la cual se producía una cierta vuelta al yo que
permitía tomar aliento para seguir soportando la inclemencia de la clase, la
paulatina maduración y el consiguiente aumento de grados de libertad fueron
abriendo el arco de posibilidades de ausencia -en sabia e irreversible evolución
inducida por nuestros docentes- desde la fisiología hacia la espiritualidad; se
trascendieron los límites de los retretes y así comenzamos a hacer excursiones,
viajes de fin de curso, estancias veraniegas…, hasta vernos habilitados para
movernos por el mundo por nosotros mismos, a nuestro albedrío, un ir y venir
incesante que hoy, después de tanto tiempo y tal vez como destino de excelencia,
nos ha llevado en bucle insospechado al origen del trayecto, el pupitre reemplazado por un tablero alrededor para compartir lo visto a lo largo del recorrido entre risas, voces, noticias, explicaciones, a veces maestros a veces discípulos sin tener que preguntar puedo ir a un sitio.
Sí señor. Muy bien Ramón.
ResponderEliminarHola, no sé quién eres, Lampion, puedes identificarte, por favor? No seamos anónimos
EliminarFlorentino Rodríguez García
Este comentario ha sido eliminado por el autor.
ResponderEliminarQuerer ir a un sitio es poder ir a un sitio. Es cierto que ya no tenemos que preguntar ¿puedo ir a un sitio?, aunque eso no significa necesariamente que podamos.
ResponderEliminarDe hecho, tras recorrer el bucle del tiempo, ¿no será que uno no pregunta cuando ya sabe la respuesta?
¿Acaso seguimos preguntando si podemos... lo imposible?
Lo que pueden llegar a dar de si unos urinarios y unas cabezas afectadas por la canícula
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