De
entre todas las representaciones del mundo, la así llamada fiesta del toro es de
exterminio directo, siempre se salda con la muerte, al menos, de uno de
los dos contendientes, normalmente el que acude obligado al ruedo, que no
conoce gloria ni fortuna ni le aguarda más grandeza que la del estofado o su
cabeza encaramada a una pared; en ocasiones el indulto por la bravura
demostrada.
El
que acude por su voluntad, engalanado de luces, con hombría y superioridad
exacerbadas y con el acero en la mano, sabe que el éxito de su faena está en su
capacidad de arrimarse al toro para elaborar una danza macabra en la que el más
mínimo error puede resultar fatal.
He
ido invitado una única vez a los toros, a sabiendas de que esa orgía de sangre
y muerte que se entiende como “fiesta” no podía tener lugar entre mis
aficiones; me repugnó el espectáculo, y aplaudiría su prohibición.
Pero
me han repugnado todavía más los insultos, blasfemias, invectivas y sarcasmos celebrando y
festejando la muerte del joven maestro y denostando a su viuda y familiares;
hay que tener mala entraña para alegrarse de su desgraciada suerte.
En
otros tiempos hubo toreros escritores, artistas que integraban las tertulias de
intelectuales cuya muerte en el coso era motivo de elegía por parte del poeta.
Pero
hoy, a la vista está, el signo de los tiempos ha cambiado y la elegía ha dado
paso a la alegría por el mal ajeno, tal vez otro rasgo definitorio de esa “marca españa”
que tanto sonrojo provoca.
Al
que ha caído en el vano intento de entretener a su extraño e indolente público, a él dedico
estas líneas.